Por Kido Okamoto
Correción de estilo: Stefanía Flores Santana
“Hace
ochenta años…”. O no terminó de decir su frase. No lo pudo hacer, ya que había comenzado
a carcajearse. “No. Tuvo que haber sido mucho antes. Debió haber sido en
septiembre del año uno o dos de la Era Kōka [1844 ó 1855]. No importa. Lo que les contaré a continuación, ocurrió
en el castillo de un daimio del país de Jōshū…”.
En una noche otoñal, unos jóvenes samuráis
estaban vigilando el castillo. La lluvia no paraba desde ayer, era una noche terrible.
Como en todos los lugares, en este tipo de situaciones, la gente tenía la
costumbre de contar cuentos de fantasmas. El mayor de la tropa, un tal Butayū Nakahara,
comenzó a relatar uno.
―Desde
antaño, se dice que hay monstruos, otros dicen que no existen. No hay respuestas
para este tipo de debates, no sabemos con exactitud nada. Una velada como la de
hoy es perfecto organicemos entonces, un juego de salón, una sesión de cien cuentos[1]. Veamos si al terminar de
contar el último, sale de verdad el monstruo, ¿qué les parece?
―Suena
interesante, hagámoslo.
Todos eran
vigorosos y jóvenes samuráis, por eso todos estuvieron de acuerdo. Así, comenzaron
primero con los preparativos: antes que todo, cubrieron con una hoja azul la boca
de la lámpara de papel, luego, como estaba prescrito en la reglas, prendieron cien
mechas y alejaron la lámpara como unos diez metros, colocándola en el fondo del
estudio; junto a ella, pusieron un espejo de mano y acordaron que cada vez que
apagaran una de las mechas, atisbaría sin falta el espejo. Por supuesto, en esos
diez metros no habría ningún tipo de luz, tendrían que caminar a ciegas bajo esa
obscuridad.
―Dado que son
cien historias, tendremos que contarlas turnándonos cien personas ¿no?
Hubo un
debate ante esta interrogante. En los cien
cuentos, obviamente se tenían que contar cien historias misteriosas. Nadie
estaba en descuerdo. Sin embargo, en ese lugar no había ni siquiera cien
cabezas. Algunos afirmaron que no era necesario que estuvieran presente las cien
personas, pero otros sí. Finalmente, acordaron que algunos tendrían que contar
más de un cuento, así dejaron a la suerte esa decisión. De este modo, una
persona se encargaría de contar tres o cuatro. A pesar de lo anterior, dado que
era mejor tener el mayor número de personas, fueron a buscarlas. Incluso, trajeron
a la fuerza a algunos servidores de té. A las cinco de la noche (8:00 PM), un
joven samurái llamado Shirōshichi Urabe comenzó a relatar el primer cuento.
Como
tenían que contar cien, acordaron que cada historia debería ser corta. A pesar
de lo anterior, el tiempo pasó. Cuando Butayū Nakahara estaba contando el cuento número ochentaitrés, eran
casi las ocho de la noche (2:00 AM). Como era la tercera vez que lo hacía, ya
se le habían acabado las historia que sabía. Contó entonces, un cuento sobre el
encuentro entre un moje de un templo budista de las montañas y un sirviente del
Shogún, quienes se volvieron al final en demonios. Era una versión muy resumida
y convencional, pero después de hacerlo fue a apagar la lámpara del fondo.
Como les he dicho ya, para ir hacia el
estudio en donde estaba la lámpara, ellos tenían que recorrer un amplio cuarto
de diez metros, pero como Nakahara ya había ido dos veces, y aunque estuviera obscuro, ya se sabía más o
menos cómo era el camino. Se levantó sin ningún problema y abrió la puerta del
siguiente cuarto, caminó derecho y cuando llegó al estudio en donde estaba la
lámpara, al voltear de reojo, vio que en la pared derecha del cuarto había una
cosa pálida. Se veía tenuemente. Era una mujer de blanco, su cuello estaba colgado
en el techo y se le escurría la cabeza.
Dibujo: StefaníaFlores |
―No es
mentira lo que se dice desde antaño. Hay un monstruo aquí, es igual al que
todos nos hemos imaginado alguna vez ―pensó
Nakahara.
Sin embargo, era un hombre valiente, no
hizo caso a esa visión y se fue hacia el cuarto y como estaba estipulado, apagó
la lámpara. Después, tomó el espejo y vio su reflejo, pero no apareció nada
misterioso en él. Cuando retornó, vio de nuevo lo mismo. En el borde de la
pared, seguía esa sombra blanca.
Nakahara regresó a su asiento sano y a
salvo, pero no dijo nada a nadie de lo que había visto. Continuaba entonces, el
cuento número ochentaicuatro. Jingoemon Kakei era el encargado de hacerlo.
Luego, siguieron los otros en el orden previsto, pero nadie decía nada sobre
esa cosa misteriosa. Nakahara pensó que era algo raro. A lo mejor, sus ojos habían
sido los únicos que habían visto a ese monstruo, o bien los demás lo estaban callando
como él. Mientras pensaba eso, sin pena ni gloria terminaron las cien
historias. Las cien mechas puestas en la lámpara fueron apagadas. Ese cuarto
había quedado en una verdadera penumbra.
Nakahara preguntó entonces, a los
presentes.
―Con
esto hemos terminado nuestra sesión de cien cuentos, pero ¿alguno de vosotros
no visteis algo extraño?
Cuando todos estaba en silencio, tragándose
su aliento, Jingoemon Kakei contestó.
―En
realidad no quería asustaros y evite hacerlo, pero cuando conté la historia
número ochentaicuatro, éste su samurái vio algo misterioso.
Una vez que lo confesó, varios comenzaron a
decir que habían visto lo mismo. Al
estar discutiéndolo, se dieron cuenta de que todo había comenzado en el cuento
setentaiocho, en el turno de Yajirō Hongō. Después de eso, la gente había comenzado
a verlo, pero no dijeron nada. Temían que se rieran de ellos. Les daba
vergüenza que los tacharan de cobardes, por eso todos tenían caras como si no
hubieran visto nada
―Entonces,
veamos de qué se trata, ¿qué os parece?
Nakahara tomó la lámpara y detrás de él
caminaron los demás. Hasta ese momento, todo había estado obscuro y no se podía
apreciar mucho, pero al alumbrarlo con la lámpara, se dieron cuenta que esa
cosa era una bella mujer. Tenía dieciocho o diecisiete años. En su blanco
kimono estaba amarrado un cinturón crepé de seda blanco y su cuello estaba
colgado. Tenía un largo pelo despeinado. Al ver que no se inmutaba por su
presencia, algunos plantearon la hipótesis de que no era un monstruo sino un
humano de verdad, pero la mayoría seguía dudándolo. Fuera lo que fuera,
decidieron que lo mejor era dejarla ahí hasta que finalizara la noche. Cerraron
con mucho cuidado la puerta corrediza y se quedaron vigilando frente al cuarto,
pero esa mujer blanca seguía ahí colgada. Al cabo de un tiempo, la noche otoñal
comenzó a volverse blanca, pero ella no desaparecía.
―Esto está
muy raro ―todos se vieron las
caras.
―No, no
es raro. Es un humano de verdad ―comenzó a decir Nakahara.
Los que había dicho que no era un monstruo,
comenzaron a reírse, como señal de que habían tenido la razón. Empero, si eso
era en realidad un humano, no podían dejarla así, la gente comenzó a
alborotarse, como si la acabaran de encontrar. Lo mejor era entonces, informar
al funcionario encargado de las concubinas del amo. Cuando lo hicieron, él
también quedó sorprendido.
―Es la ilustre Shimakawa.
Shimakawa era una mujer, quien era una de
las concubinas del castillo. Se rumoraba que era la dama de compañía nocturna
del amo, por eso todos se espantaron de nuevo. El semblante del funcionario
cambió por un momento pero después de pensarlo, consideró que no era posible
que una de las concubinas hubiera podido estar ahí. Aunque existiera alguna
causa que la hubiera obligado a suicidarse, no hubiera elegido ese lugar. Antes
que todo, había una fuerte vigilancia tanto fuera como dentro del castillo, ¿cómo
pudo esta mujer haberse escabullido? No podía ser la verdadera Shimakawa.
Alguien se estaba haciendo pasar por ella, o bien era obra de algún monstruo. Fuese
lo que fuese, dijo que dejaran de seguir con este alboroto y después de
ordenárselos, fue a informarle todo a su superior en el castillo.
El encargado de resguardar a las concubinas,
Jihei Shimoda, escuchó esta historia y arrugó su ceño. No le importó si ofendía
a las ilustres damas, fue hacia el interior del castillo y pidió ver a doña Shimakawa.
No podía verlo, le respondieron, ya que desde anoche ella se había sentido mal.
Pensó entonces, que algo estaba mal. Shimoda insistió.
―Disculpadme,
comprendo que ella se encuentre indispuesta, pero tengo que verla cuanto antes,
es una situación de emergencia, dadme audiencia.
Se quedó
expectante de la respuesta y apareció la mismísima Shimakawa, había salido de
su aposento. Era claro que estaba indispuesta, tenía la cara y el cuerpo
enflaquecido, pero como estaba viva, Shimoda se sintió aliviado. Shimakawa
tenía una cara de sorpresa y preguntó por qué tanto alboroto. Shimoda contestó
cualquier cosa y de inmediato salió. Posteriormente, se enteró que la mujer de blanco
había desaparecido. Nakahara y los guardias la estaban vigilando con cuidado. ¿Cómo
se les había esfumado? Shimoda se volvió a sorprender.
―La ilustre
Shimakawa está bien. Entonces, esa cosa que visteis fue un monstruo. No digáis
ni una palabra de esto, ¿entendido?
La gente
estaba como en un sueño. Lo que en un inicio habían pensado que era un monstruo,
resultó luego un humano, pero al final rectificaron que había sido un monstruo.
Era increíble, pero como vieron desaparecer su figura frente a sus ojos, nadie
pudo contradecirlo. Gracias al juego de las
cien historias, pudieron constatar que en este mundo sí había monstruos.
Shimakawa
se recuperó y siguió como concubina, pero dos meses después volvió a recaer y
se enclaustró en su cuarto. Una noche se colgó ahí y murió. Al parecer tenía
una enfermedad que la había estado atormentando desde antes, pero la gente
rumoró que le había sucedido eso por maldecir a alguien.
Entonces, la
mujer de blanco de esa noche ¿había sido un simple monstruo? O bien, desde ese
momento Shimakawa había decidido morir ¿esa alma se había desprendido y aparecido
como un espectro? Ha sido un misterio que nadie ha podido solucionar. Lo que
han escuchado ustedes es la versión que Butayū Nakahara contó a una persona, ya en su vejez. A lo mejor, era un
tipo de enfermedad de separación del alma como en la historia pasada: La enfermedad
de las separación del alma.
* Cien cuentos (百物語) fue publicado en agosto de 1924 en la revista Bungekurabu (文藝倶樂部). El título inicial era El espíritu viviente de la mujer de blanco, pero cambió de nombre a Cien cuentos cuando se le compiló dentro de la Antología de historias modernas extrañas (1926)
Kido Okamoto. Periodista,
dramaturgo, traductor, novelista y cuentista japonés. Su verdadero nombre era
Okamoto Keiji (岡本敬二). Nació en 1872 en Takanawa y murió en 1939, en Meguro, Tokio, a la edad
de 66 años víctima de una neumonía. Es el prinicipal representante del
Shin-Kabuki (Nuevo Kabuki) y uno de los pioneros de las novelas policíacas
japonesas.
Obras principales: Los extraños casos del
inspector Hanshichi (1917-1934)
[1] En el Japón tradicional, se organizaban
juegos de salón. Uno de ellos eran las Cien historias (百物語).
Era un juego para medir la hombría de los presentes. Las reglas son simples,
cada uno tenía que contar, uno por uno, un cuento misterioso. Normalmente, se
hacía en cuarto obscuro y junto a un espejo para evocar a los espíritus. Al
terminar de contar la última historia, o sea la número cien, se creía que en el
salón aparecían un verdadero monstruo. Por esa misma razón, la sesión solía
suspenderse en la historia noventainueve. Existen algunas recopilaciones famosas
de algunas sesiones, también ha inspirado a muchos escritores para sus obras.